Día 646. La MD

Nuestro nivel de comunicación depende muchas veces de algo tan tangible como mensurable: la distancia.

Esa distancia, entendida desde el emisor de voz (llámese altavoz, llámese boca humana -porque las animales es cosa fácil-) hasta nuestro mp7, es fundamental en nuestra capacidad de discriminación del mensaje (como verás, hoy estoy un poco Punset).

Lo ideal es la distancia corta, esa en la que el viejuno anuncio de colonia Brummel dice que se la juegan los hombres. Y si es cocleado, doblemente.

O sea, que si el otro/la otra está a menos de un metro y el ambiente no es escandalosamente ruidoso (el metro no es el mejor sitio), no deberíamos tener problemas, y menos si nos ayudamos leyéndole los morros al contrario, preferiblemente de sexo ídem (aquí el hombre también se la juega).

Pero la media distancia, o siendo más cocreto, la puta maldita media distancia, es terrorífica, deprimente y nerviocrispante.

La puta MD (entre 1 y tres metros) es suficientemente larga para no entender ni papa, pero, además, es suficientemente corta para que asuman que lo has entendido.

Es esa distancia en que el ponente (o sea, el que pone los palabros en el aire para su posterior propagación) charla con los de tu alrededor (que van asintiendo) mientras tú miras fijamente, rezando para que no te devuelva la mirada, porque en ese momento asumirá que lo/la estás entendiendo, más que nada por tu aparente atención que realmente es un esfuerzo orejil de alto grado en la escala coclear.

Y es que ya lo decía el Brummel ese: mejor, cuanto más cerca.

Y para oír, también.