Día 590. Casi siempre, casi nunca

Aún con llagas en un pie de las caminatas de los últimos dos días, cogí el coche.

Tenía que estar en casa a las 3 y media, y el trasporte público, menos frecuente estos días, iba en contra de mi puntualidad.

Salí antes. Antes que antes. O sea antes que ayer, que salí antes que anteayer. No sé si me explico.

Tras un cuarto de hora de desesperante búsqueda, esta vez por calles que desconocía, un generoso ciudadano me cedía su plaza.
Mucho más cerca.

La caminata hasta el despacho, sin chanclas por las heridas, era más corta (854 metros, según GoogleMaps) pero por calles estrechas, sombreadas y casi desiertas.

Tenía un cuarto de hora para llegar y la mitad de trayecto de ayer, pero me sorprendí a mi mismo caminando deprisa.

De repente, algo me hizo bajar el ritmo. Debía disfrutar del paseo involuntario.

Había una razón de peso: la ausencia de ruido de fondo.

Una carencia que resaltaba los ruiditos urbanos, que llegaban hasta mi cóclea en forma de impulso eléctrico, casi exactamente como hace dos años, limpios y cristalinos.

Casi nunca es así, los sonidos tienden a amontonarse casi siempre, pero esta vez iban uno detrás de otro, como si se pidieran turno entre ellos.

El cloc-cloc-cloc de los tacones acompasados de una supuesta señorita, que resultó tener algunos años más.

El sonido hueco de grigrigri de las ruedecitas de una maleta troley, que corría detrás de un señor con traje.

El rrrrrrrras de la persiana de un bar, como quejándose del estirón de un camarero con sueño.

El brbrbrbrbrbrbr de una máquina percutora, en manos de su domador.

El grangrangrangran de una scooter, alterada por retorcerle el manillar su dueña.


Todos los sonidos, tal como los dejé en su día. Todo como entonces.

Hasta que alguien tuvo que abrir la puta boca.

PS: Que nadie piense que estoy mal, simplemente me apetecía escribirlo así.