Día 1167. Apartados.

Alfonso enviudó hará ya una década.

Recuerda a Montserrat como si estuviera presente. Aunque la memoria cada vez le falle más, los detalles de su esposa se conservan intactos: su voz, su mirada, sus gestos, su olor de piel, su sonrisa.

Pero la soledad lo devora. Y más aún con la pérdida progresiva de audición. Ya no puede hablar con sus hijos por teléfono y los vecinos le tienen que ayudar en sus tareas cotidianas.

A pesar de seguir enamorado de Montserrat, necesitaba una compañera, alguien con quien entenderse, aunque fuera con gestos. Una amiga para pasear, para tomar un café, para sentarse juntos en el banco del parque.

Se le ocurrió una idea: poner un anuncio en un periódico. El texto decía: "Viudo sordo busca amiga para envejecer juntos. Apartado de correos, 13...".

No sabía lo que era internet, ni siquiera manejar un ordenador, así que el apartado de correos, descartado el teléfono, era la opción más anónima que conocía.


A Matilde le hizo gracia aquel anuncio. Las circunstancias de la vida no le habían dejado conocer hombre, y pensó que quizá era aquel el último tranvía que le ofrecía el destino. Tampoco oía desde hacía años. No vió impedimentos para entenderse con un sordo, ya que conocía la lengua de signos, e incluso le podría enseñar, sería divertido. Por desconfianza inicial se hizo también con un apartado de correos, y se atrevió a escribirle una carta.


Alfonso llevaba tres días mirando varias veces en el metálico buzón de la oficina de correos, sin éxito. Miraba el 13 y pensaba que tal vez le daba mala suerte y que no había sido buena idea lo del anuncio. ¿Quién va a querer a un viejo sordo?. El cuarto día se llevo la agradable sorpresa de ver un sobre rosa, que firmaba Matilde.


Tras cruzarse un par de cartas decidieron quedar. No se dieron muchos detalles personales, prefirieron conocerse mejor en vivo.

Quedaron a las 12:00 en punto, en la plaza del centro de la ciudad de Alfonso. A Matilde no le importó desplazarse.

Alfonso sacó el traje que hacía años que no se ponía, se encajó la corbata, ajustó el poco pelo cano que le quedaba y se roció de Varón Dandy.

Matilde se puso su mejor vestido, uno rosa para seguir el juego de los sobres. Había ido a la peluquería y se veía guapa, a pesar de las arrugas. No podía contener la sonrisa, aquella historia de las cartas la había animado los últimos días.

A las doce menos cinco Alfonso ya estaba clavado en el centro de la plaza. Notaba el pulso acelerado, nunca había tenido una cita a ciegas, y menos a sordas.

Matilde llegó justita a la cita, había salido bien de tiempo, pero perdió el tren, que vio a lo lejos, pero sus piernas no estaban para correr.

A las doce y media Matilde no aparecía y se temió lo peor. Se había hecho demasiadas ilusiones y el sueño de tener compañía se iba desvaneciendo. No dejaba de mirar el reloj y a la una menos cinco bajó la cabeza y se volvió a casa.

Ni siquiera se dio cuenta de cruzarse con una mujer vestida de rosa, que miraba su reloj y andaba apresurada.

Llegó a casa y se sentó en el sillón, cabizbajo, y allí permaneció un buen rato.

Un par de horas más tarde decidió poner las noticias, algo que no acostumbraba a hacer, pero necesitaba distraer la mente.

Fue entonces cuando al verlo saltó del sillón y se plantó delante del televisor para confirmarlo.

Y maldijo esa manía del gobierno del cambio de hora.

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