Día 633. Mi gozo en un poso

Salgo de casa, camino del metro, como cada mañana. Ruidos confusos invaden mi orejo (le he quitao el artículo para hacerlo más novelístico, o nobel-listíco).

Una obesa señora compra un bollo en la panadería. No es el primero de su vida, sin duda.

Un individuo invierte algo más de un euro en un diario deportivo, del que leerá una cuarta parte.

Un metro me lleva, sin ningún interés por su parte, hasta mi trabajo.

Doy de comulgar a la Nespresso del trabajo, que agradecida me sirve un café.

La cremosa capa de arriba, de color café (por supuesto), retiene el azúcar. Uno, dos... hasta 8 segundos, un buen síntoma de un buen café.

Las notas musicales corren desde la radio FM hasta el último electrodo del mp7, transformándose en algo parecido a la música que conocía, tanto como para reconocer a Fito. Soldadito marinero.

Llevamos siete párrafos de post, que voy a enlazar para darle un sentido coclear.

Concéntrate ...

Los ruidos de fondo en mi orejo, el bollo en la señora obesa, las noticias en el lector y yo en el metro.

Todos se disuelven con interés mínimo en su medio como el azúcar del café, sin pena ni gloria.

A ver si me explico.

Nunca más me acordaré de los ruidos de fondo que he escuchado esta mañana. La señora disfrutará con ese bollo, seguramente mucho, pero lo olvidará por completo para siempre. Como también hará el lector con las noticias. Y como hará el metro al tragarme como una disolución homeopática a la diezmillonésima parte.

Pero la música... sigue ahí, fiel, paciente, esperando.

Esa canción que gocé decenas de veces, quizá cientos, de la que queda un resto en mi cabeza para, espero que, siempre.

Como el poso de un café.