Día 235. Numeros primos

Esta semana he devorado "La soledad de los números primos", que anoche, entre comentarios, me acabé. No lo valoraré ni lo recomendaré, puesto que no soy partidario de influir en la opinión libre de los demás.
Sólo diré que a mí me ha encantao.
Por cómo relata los hechos, con esa seriedad detallada, con salpicaduras de ironía y humor contenido, difíciles de encontrar en una, más que posible, película de la novela.
Es la historia de dos seres solitarios, cuya infancia marcó sus vidas para hacerlas "diferentes" y relata unos 20 años de sus encuentros en los que se acercan y se apartan como los bolígrafos del anuncio de Bic Naranja Bic Cristal.

Hay un final de capítulo que leí en el coche mientras esperaba la hora de entrar en rehabilitación y que me estremeció hasta soltar allí mismo un "jo-de-te Viola".
Y es que la prota, Alice, se vengó "con travesura" de una putada que le hizo de adolescente su "amiga" de instituto Viola.

En mi vida he tenido ocasión de hacer dos "venganzas traviesas" que me dejaron muy buen sabor de boca, pero que afortunadamente no hicieron de mi una persona vengativa, ni (creo) rencorosa.

Don Vicente
Don Vicente fue mi profe en primero y segundo de EGB, con 5 y 6 años. Era un profesor joven, guaperas y facha de cojones. Si pillaba a dos hablando en el mejor de los casos lanzaba el borrador (o una vara de madera que tenía) como un misil. En el peor los sacaba delante de la pizarra a estirarse mutuamente de las orejas para regocijo del resto. Y en el más trágico, nos marcaba de un varazo en las piernas como reses de su ganadería. Un hijoputa, vaya.
Si hoy existiera un profesor así, sería condenado a la silla eléctrica directamente.
Cierto día, unos 12 años después, entró en el bar que teníamos. Él no me conoció. Yo si.
Le conté que había sido alumno suyo a lo que me respondió con un cumplido "ah, si, ya me acuerdo, Lozano".
Pidió un bocata. De tortilla. Perfecto. Yo mismo la condimenté en la cocina buscando en lo más profundo de mi garganta. No cuento más, pero que agustico me quedé.

Manolo
Manolo era el profesor de gimnasia. Yo no hacía deporte, los fines de semana ayudaba a mis padres en el bar, lo que empecé a hacer voluntariamente con 10 años, hasta los 22.
A pesar de eso me esforzaba con sesiones matinales de footing para que el tal Manolo me pusiera una buena nota, que nunca llegó. Sus alumnos preferidos eran los "futbolistas" que siempre se llevaban las mejores atenciones por su parte.
Con los años le hicieron concejal de deportes del Ayuntamiento, otro a chupar del bote.
Por entonces me encargaba de arreglar ordenatas, y las concejalias eran clientes de la empresa donde yo trabajaba, ya con veintilargos.
Me llamó porque su ordenador no iba fino y tenía datos importantes que no había guardado. Tardé poco en descubrir que tenía un virus, tema que yo controlaba bien. En lugar de desactivarlo, me encargué de que hiciera bien sus putadillas correspondientes con la excusa "lo siento, era un virus y ya estaba activado".
Al salir, mientras caminaba entre coches del parking disfruté del orgasmo que me produjo ver la pálida cara de Manolo.
Yo no fumaba, pero pensé en el cigarro de después del sexo y lo bien que, dicen, sienta.

Lo más parecido a flotar, vaya.