Día 673. El barquito chiquitito

Había una vez un barquito chiquitito, que no podía navegar.

Lo estaba haciendo con sus propias manos el pequeño grumete Pepito.

Cada día le acoplaba una nueva pieza, sin prisa, pero sin pausa. No le faltaba mucho para terminarlo.

En el puerto de Pepelandia era la nave más pequeña. Con su diminuto tamaño, junto a los grandes barcos, parecía un juguete en la playa, despertando la simpatía del que se acercaba a contemplarlo.

Los barcos que llegaban de noche a Pepelandia dependían del resplandor del Faro de la Caracola, una gran caracola junto a las rocas del acantilado, iluminada por las estrellas de luz que antaño habían colocado en el interior de su estrecha cueva.

Un buen día Pepito corría por el pueblo, travieso como siempre, saludando a todo el que se cruzaba con él, regalando una sonrisa, que siempre le era devuelta. Se ganó a pulso el apodo de Pepito Sonrisas.

De pronto se paró delante de un gran cartel. Su sonrisa se transformó en tristeza, algo no iba bien en el pueblo. El Faro de la Caracola se estaba apagando. Y como ningún barco del puerto cabía dentro de la cueva del Faro, no podían repararlo.

A Pepito se le ocurrió una idea: tenía que darse prisa en acabar su barquito, que sin duda podría hacer ese trabajo.

Pasaron un, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas, y aquel barquito navegó.

La noche anterior había seleccionado las mejores estrellas de luz que pudo encontrar. Doce, una por cada mes del año.

Después de remar para separarse de la orilla desplegó la pequeña vela que le acercó hasta el Faro.

Todo el pueblo estaba pendiente del valiente Pepito y él sabía que podía hacerlo.

Entró a la cueva y se encontró con la primera vieja estrella gastada, que cambió por la nueva. Enero. La gustaba Enero, por los regalos y por volver al cole después de las vacaciones. Le gustaba estudiar, sobre todo las matemáticas. Tuvo que hacer muchos cálculos para construir el barquito y sus conocimientos fueron la mejor herramienta para acabarlo, algo que tenía que agradecer a su abuelo, que le enseño mucho de lo que sabía.

La segunda, Febrero, mes de nieves. De mayor pensaba casarse en Febrero.

La tercera, Marzo, el mes de su santo. Y el de su padre. Y el de su abuelo. Y el de todo el pueblo. En Pepelandia no había otro nombre.

A medida que avanzaba se daba cuenta de lo difícil que se hacía adentrarse más en la cueva.

Pudo cambiar la cuarta, Abril, un buen mes para nacer. Él lo hizo, siete años atrás.

Llegó a Mayo, la quinta, y vio que no habían más estrellas de luz antiguas. El anterior marinero sólo había dejado cinco.

- Qué raro, si caben muchas más - pensó.

De repente supo el porqué. El barquito no avanzaba más. No hacía ni pizca de viento en el interior y apenas había espacio para sacar los remos. Pepito pensó y pensó. Y encontró la solución.

Mirando hacia dentro de la cueva gritó: - Ayudadmeeeeeee !

Tal como había calculado, su grito avanzó por dentro de la gruta en espiral hasta llegar al final, donde rebotó y empezó a salir en dirección contraria pero mucho más fuerte.

La voz de Pepito llegó hasta la orilla donde Pepelandia entera estaba pendiente de él. Su familia, sus amigos y sus vecinos tenían que hacer algo, y como accionados por un resorte, todos empezaron a soplar a la vez, en dirección al Faro.

El viento generado empujó las velas de la pequeña embarcación lo suficiente para introducir todas las estrellas de luz, Junio, Julio, Agosto, Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre, en la misma pared final.

No hizo falta hacer nada para salir de allí. El mismo rebote de las aguas sacó a Pepito y su barquito de la gruta, sin esfuerzo.

Al salir pudo contemplar el Faro como nunca había visto, inmenso de luz, desde la base hasta la punta, allá en lo alto, con sus doce estrellas brillando en el interior.

Entre todos lo habían conseguido e hicieron una gran fiesta para celebrarlo, con el Faro al fondo, donde cantaron, bailaron y, sobre todo, sonrieron.

Y si esta historia parece corta, volveremos, volveremos a empezar.