Día 291. La vida

Lo de los padres es un gran invento.

De pequeñitos te cuidan, te miman, vigilan que no te atropelle un coche, te ayudan con los deberes, te compran la ropa, te protegen y te regañan (lo que con el tiempo descubres que eran consejos).

No sabes, ni crees, que tengas que pagarles por ello, lo consideras una obligación que viene en los contratos padres-hijos que firmas al nacer.

Y cuando te das cuenta que puedes empezar a devolver la deuda, empiezan a tener manías:

La manía de desaparecer por un tiempo.
De envejecer.
De ponerse enfermos.
De desaparecer para siempre.

Y poco puedes devolverles ya, más que un ramito de flores llegadas estas fechas.
Y te vienen recuerdos y remordimientos, por no haberlos disfrutado más. Pero se ha hecho tarde.

Mañana celebraremos junto a mis primos la castañada, modernamente rebautizada como “jalogüen”.
Seguramente recordaremos las reuniones familiares de cuando vivíamos en un país de rosas sin espinas. Faltarán los mayores: Pepe Lozano, Paco Torres y Jesús Díaz que decidieron irse para siempre por ese orden.
Si la materia no se crea y no se destruye, seguramente nos acompañarán, aunque de otra forma.

Pero el mundo sigue girando, por mucho que te agarres fuerte de una esquina. Unos se van y otros llegan. Con el mismo contrato. Y habrá que cuidarlos como hicieron contigo, o mejor. Y te pagarán igual.

Es la ley de la vida, dicen.

Esta mañana unos comentarios me arrancaron este post que tenía encondidito en mis adentros. También me arrancaron un nudo en la garganta que a estas horas no he conseguido digerir, después de dos litros de agua.

Hay una canción de Serrat que define muy bien todos los momentos de la vida, los buenos y los menos buenos.

Me quedo con los primeros, porque la última estrofa me mata.
Y no me queda FontVella.

De vez en cuando la vida
toma conmigo café
y está tan bonita que
da gusto verla.
Se suelta el pelo y me invita
a salir con ella a escena.